“Donde el amor cabía en una casita”

 

En una humilde vivienda de Cristo Rey, dos abuelos construyeron un legado de unión familiar, risas y amor sin condiciones que aún late en la memoria de quienes los conocieron.

Por Wendy Carrasco de Arismendy — Periodista y maestra

Hay casas que son más que paredes y techos: son refugios de amor, escenarios de encuentros y guardianes silenciosos de la historia familiar. La mía estaba en la calle Manuel Jiménez, en el sector Las Flores de Cristo Rey, y aunque era pequeña, parecía ensancharse para que en ella cupiéramos todos: hijos, nietos, vecinos y amigos. Allí, bajo el calor de una familia grande y bulliciosa, aprendí que el verdadero lujo es tener a quién abrazar y dónde regresar.

La Allí di mis primeros pasos y eché mis primeros dientes. Pero, más que eso, aprendí lo que significa sentirse amada sin condiciones. Era la casa de mis abuelos: Agustina Martínez, a quien todos conocían como Doña Tina, y Justiniano, mi abuelo elegante, alto, de piel india, cabello lacio y semblante serio, pero hermoso.

Aunque mis padres se mudaron a otro sector, yo siempre encontraba la manera de volver a los brazos de mi abuelita. Fines de semana, feriados o cualquier excusa bastaban para regresar. Me encantaba andar con ella, sentir su olor, su calor, sus palabras dulces que me envolvían como un manto invisible. Confieso que en mi niñez compartí muchas veces ese amor —a regañadientes— con mi prima Lina. Peleábamos por el cariño exclusivo de Doña Tina, pero con el tiempo aprendimos a compartirlo, porque su amor alcanzaba para todos.

Los años pasaron, y mi abuela, aunque caminaba menos, seguía visitando a sus hijas: tía Yolanda, elegante y serena; tía Blanca, que partió demasiado pronto, dejando su reflejo en su melliza, tía Prieta; tía Dari; tía Luz; y mi único tío, Raymundo. Todos vivían cerca, y cada fin de semana la pequeña casa se transformaba en una fiesta.

En una galería diminuta, los tíos políticos colocaban una mesa de dominó y se reunían con música, tragos y risas. En la parte de atrás, mis tías cocinaban juntas algo improvisado que sabía a gloria. Y nosotros, los primos, llenábamos la calle con nuestros juegos y carcajadas. Era un caos hermoso, una infancia bulliciosa, llena de abrazos, sabores y recuerdos.

En medio de todo, estaba él: mi abuelo Justiniano. Serio, muchas veces cáscarabia, pero noble. La casa tan llena de gente lo ponía nervioso; temía que alguien le pisara los pies cansados por los años y el trabajo. Pero detrás de ese carácter firme, había un hombre profundamente familiar, un pilar silencioso que amaba con responsabilidad.

Cuando me tocaba volver a casa con mis padres, solía llorar desconsoladamente. Mi corazón tenía su epicentro en la casa de mis abuelos. Tan solo pensar que un día no estarían me llenaba de una tristeza inexplicable.

Una de mis memorias favoritas es de una tarde que salimos con mi prima Lina a visitar a tía Yolanda. En el camino, mi abuela se detuvo en una canquillería y nos compró unas chancletas de goma con campanitas. ¡Qué alegría sentimos! Como si nunca hubiésemos tenido calzado. Era solo un par de chancletas, pero ese día nos sentimos las niñas más afortunadas del mundo.

Pero, como todo en la vida, esos días llegaron a su fin. Tenía 14 años cuando, al salir del colegio, hice lo que acostumbraba: usé una moneda para llamar desde un teléfono público a la casa de una vecina llamada Doris, que sí tenía teléfono. Quería saber cómo seguía mi abuela, pues mi madre había salido temprano a verla.

Al preguntar, Doris me dijo, sin rodeos:

—Tu abuela falleció.

El mundo se me vino abajo. Todo me dio vueltas, y cuando desperté, varias personas me sostenían. Corrí a casa entre gritos, llanto y una sensación de vacío que aún hoy me oprime el pecho.

Un mes después, se fue también mi abuelo Justiniano. Tal vez porque no podía caminar sin su compañera; tal vez porque el amor verdadero no sobrevive a la separación. Ambos se fueron, pero su legado sigue vivo en nuestros corazones.

Doña Tina y don Justiniano ya no están, pero su casa vive dentro de mí: un rincón pequeño donde todo cabía… juegos, abrazos, besos, comida improvisada, domingos interminables y dos abuelos que me enseñaron que el amor no necesita lujos para ser eterno.

🌱 A las nuevas generaciones

Hoy miro hacia atrás con gratitud, pero también con preocupación. Vivimos tiempos en los que los vínculos familiares parecen frágiles y el respeto por nuestros mayores se desvanece entre la prisa y la indiferencia.

Por eso, desde lo más profundo de mi corazón, les digo: valoren a sus abuelos, a sus padres, a esos pilares silenciosos que construyen nuestro presente con su historia, su sabiduría y su amor. No esperen a que ya no estén para darse cuenta de lo importantes que son.

No rompan los lazos familiares. No descuiden el abrazo, la visita, la llamada, el compartir. La familia es nuestro primer refugio, y su valor no se mide en bienes, sino en memorias que dejan huellas para toda la vida.

Porque al final, lo que queda no son las cosas materiales, sino esos rinconcitos llenos de amor y recuerdos.

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